lunes, 21 de junio de 2010

MISTICA Y ASCETICA IDENTITARIA

En filosofía, la identidad es la relación que cada entidad mantiene sólo consigo mismo (Robert Audi: The Cambridge Dictionary of Philosophy). Lo místico, derivado del término griego “místikós” (cerrado, arcano o misterioso) es una actitud contemplativa, no racional, que en el uso cotidiano puede ser atribuida a distintas entidades, así hablamos de una mística pagana, una mística cristiana, una mística española, una mística religiosa, una mística teológica… En teología la ascética es la práctica de ejercicios o métodos para alcanzar ese estado místico o contemplativo. Así el yoga no es sino una ascesis que pretende ayudar a alcanzar el máximo estado místico del budismo: el nirvana.

En la relación cotidiana con nuestros semejantes, de manera impremeditada la mayoría de las veces, a través de la categorización nos situamos a nosotros y a los demás dentro de categorías: etiquetar a los demás como rubios, turcos, musulmanes, futbolistas, calvos o melenudos son formas de decir otras cosas acerca de ellos. Otra actitud que desarrollamos instintivamente es la identificación mediante la cual nos asociamos con nuestro grupo para reafirmar nuestra autoestima y establecemos la inmediata comparación con los demás grupos buscando el sesgo favorable hacia aquél con el que nos sentimos identificados. Estas prácticas de categorización, identificación y comparación constituyen propiamente la ascética que nos lleva de la mano a la contemplación mística de lo que se entiende por distinción psicosocial: que se presenta cuando deseamos que nuestra identidad sea a la vez distinta de y positivamente comparable con otros grupos. El fenómeno identitario no es sino el germen de la actitud discriminatoria, la cual se presenta cuando ponemos límites y fronteras al grupo con el que nos hemos identificado.

No habría nada que objetar, si mantuviéramos la pertenencia a un grupo a los únicos efectos de interrelación humana, social, racional, no excluyente, sin perder de vista que aquel grupo en que, de forma primaria, nos situamos no es sino un eslabón de la cadena formada con otros más amplios, con los que fácilmente podemos seguir identificándonos. Cabría hablar así de una mística y una ascética identitaria que no quedase estancada, que “progresara” ampliando el círculo, el perímetro, el radio desde el centro geométrico del que se parte que es el individuo. Así yo soy nacido en Ruzafa, “la terra el ganxo”, una alquería de origen andalusí cuyo nombre significa "jardín" y que hasta 1877 constituyó municipio independiente del de Valencia, por ello puedo afirmar que soy “ruzafeño”. Pero a partir del momento en que aquel municipio, junto con otros poblados del sur que lo integraban, desde el Faitanar hasta el Saler, el Perellonet y la Albufera, pasaron a formar parte del término municipal de Valencia, es evidente que yo soy valenciano. Es así que Valencia se halla en la Comunidad Valenciana, pues debo reconocerme como ciudadano comunitario valenciano. Si seguimos el enlace, se verifica que soy español, y en cuanto alarguemos el radio de mi circulo identitario resulto ser europeo, ciudadano del continente eurasiático y ciudadano del mundo. Por si algún día mis descendientes constatan que hay vida inteligente en otros planetas, dejaré dicho que me identifiquen como ciudadano del universo.

El problema nace cuando en el síndrome identitario se inoculan los virus del narcisismo, a saber: el nepotismo, el chauvinismo, el clientelismo, la xenofobia, etc. virus todos ellos que provocan que en esa comparación ascética busquemos el sesgo favorable, hasta encontrar la distinción psicosocial, es decir, la discriminación por rangos, cualesquiera que estos sean, el “conservadurismo” en suma. Para Stephen Hawking, en su obra interactiva digital “Vida en el Universo”, no existen demasiadas diferencias entre un virus biológico y uno informático, ambos necesitan de un conjunto de instrucciones que indican al sistema como sustentarse y reproducirse, los genes, y un mecanismo para ejecutar tales instrucciones, el metabolismo. Para Hawking el virus informático es más bien una forma degenerada de vida pues solo contiene las instrucciones o genes, pero no el metabolismo en si mismo ya que se limita a reprogramar el ordenador o célula anfitriona. Para él dice mucho el hecho de que la única forma de vida creada por la naturaleza humana haya sido algo meramente destructivo. Existen todavía otras clases de virus igualmente destructivos que están por identificar, los ideológicos.


El Estado de las Autonomías instaurado en España desde la Constitución de 1978, en sí, no debía generar ningún problema salvo el desafortunado invento de los dos caminos para alcanzar tal autonomía: el art. 151 y el 145. Pero salvada esta circunstancia, nada hacía presagiar lo que ha venido después. Sin saberlo, sin advertirlo, los virus narcisistas se han ido infiltrando en las convicciones de “casi todos”, hasta el punto de que para algunos consumir productos alimenticios, agrícolas o ganaderos, de zonas geográficas colindantes o distantes de la propia es poco menos que denigrante. Tales virus no han sido inoculados en nuestro organismo ni en nuestros ordenadores, sino en nuestra mente, en nuestras conciencias, en nuestras creencias, en nuestras ideas, cegando nuestro entendimiento y elevando a categoría de lógico o normal comportamientos de talante discriminatorio, mientras que por otro lado esas mismas voces entonan el cántico a la igualdad y a los derechos humanos. La distinción psicosocial (discriminación) cohabita impúdicamente con la constante apelación al derecho constitucional de igualdad ante la ley y para algunos – demasiados – no supone ningún problema llevarla encima como si de su uniforme de trabajo se tratara.

Es ineludible investigar en la búsqueda de retrovirales efectivos que nos ayuden a recuperar la sanidad mental y el equilibrio ideológico, dando a lo identitario la máxima amplitud de miras, removiendo fronteras ideológicas y derribando límites de conciencia. Es imprescindible devolver a la sociedad española, quizá valdría decir tan solo a la sociedad, la convicción de que la ciudadanía va más allá de su círculo inmediato, más allá incluso de las fronteras geográficas, reconociendo nuestra pertenencia al único grupo posible, el ser humano.

Supongo que más de un lector se ha quedado esperando que hablara de los nacionalismos. Es evidente que, por implícito, resultaba innecesario.

Joel Heraklion Silesio

DISCIPLINA O DEMOCRACIA

La mitad de la vida que he gozado hasta hoy transcurrió bajo la dictadura, la otra mitad bajo la democracia. Por ello puedo hablar de ambas experiencias quizá con mayor conocimiento de causa que aquellos que tienen la suerte de ser suficientemente jóvenes para haber conocido solo el último período. Yo tuve la fortuna de ser educado en libertad y jamás necesité la severidad paterno-materna, bastó con al disciplina que muchos padres jóvenes confunden con rigidez – hartos estamos de conocer situaciones familiares en las que, faltos de disciplina, la rebeldía de sus vástagos les hace claudicar a su dictadura – pero rigidez y disciplina son dos conceptos totalmente distintos, aquella anula la libertad y ésta fomenta la responsabilidad del libre.
Tal confusión prima en demasiadas esferas de la sociedad actual y por ello, con el único empeño de garantizar, o patentizar, su “talante democrático”, creen que la disciplina esta reñida con la democracia y no es así... ¡no es así! Esta confusión navega no solo entre grupos sociales que podríamos definir como ciudadanos silenciosos (jamás me ha agradado la denominación mediática de “ciudadanos de a pie”) sino también, y lo que es mas lúgubre, entre los políticos y aún si me apuran entre los gobernantes.
Tan solo hace apenas un año que el Tribunal de Estrasburgo vino a decirnos que lo de Batasuna ya estaba tardando, que el Gobierno español ha tenido legítimo derecho a defender su democracia dejando entrever, para quien sepa entender, que nuestros gobernantes lo podrían haber hecho hace ya treinta años. También éstos, cual padres jovenzuelos, han tenido injustificados escrúpulos con la disciplina, para así poder mantener – a costa de muchas vidas que pudimos habernos ahorrado – el “talante democrático” y ahora, en pleno cumpleaños de tan excelente sentencia, me entero de que algún político vasco – Jesús Eguiguren, por ejemplo – siente tentaciones de legalizarla de nuevo.
Parece que a estas alturas aún no ha entendido lo que significa la palabra “democracia”. Esta no consiste tan solo en permanecer indefinidamente abiertos al diálogo como vía de solución de los conflictos – que sí – sino ante todo en que todos acaten lo que determinen las instituciones que entre todos nos dimos sobre aquello que es de su competencia. En eso consiste la disciplina, que viene después de la democracia y sirve además para garantizarla, en respetar y acatar las normas que entre todos nos hemos dado por esa misma vía democrática, y hablo por supuesto de la vigente Constitución española que nada impide modificarla, como ella misma contempla, si se dan las condiciones establecidas, pero sin romper la disciplina que el propio sistema democrático impone mediante la mayoría parlamentaria cualificada necesaria.
El diálogo es como mínimo cosa de dos, si son menos se transforma en monólogo, y tras treinta y algún años intentándolo, incluso por Gobiernos de diferente color, ya tenía el Sr. Eguiguren que haberlo comprendido.
No debemos permitir que sota la falacia de democracia se amague el afán de destruir la disciplina, porque entonces entraríamos en algo que Gustavo Bueno no dudaría en calificar de fundamentalismo democrático.

Sin disciplina no hay democracia y sin democracia no hay libertad.
No se puede decir más alto porque está por escrito, ni más claro porque por escrito... está.

El ejercicio democrático es el que realizan los partidos políticos en el Parlamento, en la sociedad, en la calle... pero es peligroso confundir democracia con ausencia de disciplina, es peligroso confundir a la opinión pública con la malhadada idea de que la disciplina implica falta de libertad, porque si al fin no hay disciplina – respeto a las normas emanadas de leyes y sentencias constitucionalmente legitimadas – no hay democracia, y sin democracia nunca ha habido ni habrá libertad.
Joel Heraklión Silesio

martes, 15 de junio de 2010

JUEGOS DE VIDA, JUEGOS DE MUERTE

2266. La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte.
(Catecismo de la Iglesia Católica.
Tercera Parte, Segunda Sección, Capítulo Segundo,
Artículo 5 EL QUINTO MANDAMIENTO.
I El respeto de la vida humana...)


I – La pena capital. El debate sobre la pena de muerte desapareció prácticamente de la escena política española tras nuestra transición democrática, empero en los últimos tiempos y de manera lamentable ha comenzado a reflotar en la opinión de no pocos círculos privados, quizá demasiados, aquellos que en otra ocasión denominé como ciudadanos silenciosos. Los atentados terroristas, los violadores reincidentes – recalcitrantes diría yo – y aún los asesinos encapsulados en el eufemismo de “violencia doméstica”, que tiene mucho de violencia y nada de doméstica, o el de “violencia de género”, han venido despertando en gran parte de esa ciudadanía silenciosa la nostalgia de la pena capital.

En las aulas de la Facultad de Derecho de Valencia, todavía en el histórico y vetusto edificio de la calle de la Nave, durante la musicalmente denominada década prodigiosa de los sesenta del pasado siglo, abrió brecha una importante corriente universitaria contra la entonces vigente pena de muerte entre cuyos seguidores me cabe la satisfacción de poder incluirme. El ilustre iusnaturalista D. José Corts Grau – para entonces Rector Magnífico de la Universidad Literaria valenciana – se prodigaba en esfuerzos para justificar aquella pena considerándola como la amputación del órgano enfermo que hace peligrar la vida del paciente u otros argumentos de similar inconsistencia, llegando incluso a aportar fundamentos teológicos o de derecho divino o de defensa de la sociedad contra sus agresores. Resulta curioso que la Iglesia Católica en su doctrina nunca se haya manifestado abolicionista... es verdaderamente curioso.

Pero el afán antifranquista, en ocasiones embadurnado de anticlericalismo, y el rechazo a toda reminiscencia de la dictadura, ha hecho evolucionar el derecho penal español a derroteros que ponen en peligro la salud mental de una gran porción de ciudadanía que – hasta anteayer – había asimilado con encomiable sosiego la abolición de la pena de muerte, de tal suerte que todos nos encontramos con algún vecino, amigo o incluso familiar que, ante situaciones desgarradoras como las de violadores reincidentes, delitos de terrorismo u otros de similar gravedad, nos dice (casi al oído por si acaso): “Esto se acabaría restaurando el garrote vil”.

Y es que estos irreflexivos – pero respetables ciudadanos – que quieren recuperar no tanto la pena de muerte cuanto la tranquilidad de todos, están evidenciando que hoy en España delinquir resulta barato. Por un lado la venialidad de las penas, por otro la inexistencia de una auténtica reinserción en infinidad de casos y la remisión de condena en casi todos, hace que gran parte de la sociedad se indigne por el trato que nuestro sistema judicial aplica a delincuentes que no solo son antisociales sino que, a mayor abundamiento, son peligrosos.

Resulta ineludible y aún imprescindible caminar hacía una auténtica – y todo lo revisable que se quiera – cadena perpetua en la que la única remisión posible esté exclusivamente condicionada a una acreditada reinserción, al estilo de la de D. Eleuterio Sánchez, que tras haber sido condenado a muerte y conmutada su pena a cadena perpetua todavía bajo la dictadura franquista, quedó definitivamente en libertad en 1981. Su nivel de reinserción fue tal que, detenido por última vez en 2006 por la Guardia Civil tras una denuncia de su esposa por malos tratos, los tribunales confirmaron definitivamente su absolución por violencia de género siendo declarada falsa por los jueces la denuncia interpuesta. ¿Acaso es éste un peor avatar que el que se hubiese derivado de la ejecución de la primera condena?

Solo trabajando en esta dirección será posible devolver a toda la sociedad una, hoy descarriada, confianza en la justicia y poder enarbolar de nuevo, con el orgullo de los universitarios de los sesenta, la bandera abolicionista. Ni la preservación del bien común de la sociedad, ni colocar al agresor en el estado de no poder causar perjuicio justifica en modo alguno, ni tan solo en los de “extrema gravedad”, la pena capital. Las sociedades modernas, actuales, son más fuertes que todo eso incluso en el supuesto de nula reinserción. El Estado cuenta con medios suficientes – ciertamente onerosos – para garantizar la protección responsable de la sociedad y el aislamiento del agresor (salvo que lo que realmente se pretenda sea economizar erario público). La lenidad punitiva instaurada en nuestro sistema legal no se sostiene bajo ningún emblema ideológico, ni histórico, ni de lucha antifascista, ni tan siquiera democrático. Cuando los ciudadanos silenciosos se ven desprotegidos y comienzan a considerar los derechos de los condenados como privilegios, se vuelven reaccionarios y, como tales, propenden a restablecer lo abolido.

Llevemos cuidado, ni la vida ni la muerte son un juego. El no a la pena capital debe seguir siendo un objetivo con vocación de universalidad, porque nosotros no somos dueños de la vida de los demás, porque nosotros ni siquiera somos dueños de nuestra propia vida, no disponemos de ella sino todo lo contrario, es la vida, es la esencia vital, “l'elán vitale” la que dispone de cada uno de los seres vivos organizando la biosfera y manteniéndola en homeostasis tal como James Lovelock conjeturó en su original “Teoría de Gaia” para asegurar su propia supervivencia... la de la esencia vital, no la nuestra.
Joel Heraklión Silesio

SEXUALIDAD SIN PREFIJO

Aunque alguien pretenda cuestionarlo, me parece axiomático afirmar que el concepto de familia es un producto cultural además de relativamente moderno, considerando el término moderno en “tiempos sociológicos”: aquellos que transcurren desde que el hombre se organizó en una incipiente sociedad estable y la actualidad. Los “tiempos humanos” comenzarían mucho antes, con las distintas especies de hombres que en un determinado ciclo geológico convivieron con la nuestra (Neandertales, cromagnones... etc). Ambos determinados “tiempos” se incardinan en el Eón Fanerozoico coincidente con nuestra prehistoria y nuestra historia. Los “tiempos históricos” serán pues los más próximos, aquellos de los que tenemos noticia escrita o documentada.

El concepto de familia tuvo que aparecer necesariamente mucho después de que se socializara el hombre, fuere cuando fuere que éste alcanzó la capacidad cerebral máxima. Primero debieron constituirse, de forma muy espontánea, los “núcleos de convivencia” algo que parece más consustancial con la herencia inmediata de nuestros cercanos predecesores. Involuntariamente, o no, al referirnos a un nido o madriguera de alguna especie animal lo hacemos diciendo que está ocupado por una “familia” de águilas o de suricatas, pero los animales – irracionales(¿) – jamás constituyeron verdaderas familias, salvo las taxonómicas, no pasaron de núcleos de convivencia y es desde esta perspectiva que intuyo – especulo – que éstos fueron antes que aquella, núcleos casi siempre temporales, pocas veces en el reino animal encontramos casos de emparejamiento de por vida aunque ciertamente se dan, pero lo frecuente y sobre todo entre los mamíferos es la aparición de clanes mayoritariamente poligámicos – debería permitirse el uso del término “polihémbricos” – en los que el macho solo permanece en el núcleo hasta ser desterrado por otro más fuerte que él y que en el mejor de los casos usurpa su “harén” y en el peor aniquila su descendencia. Parece coherente conjeturar que las primitivas generaciones de humanos debieron mantener el estatus polihémbrico y el hábito, cuando la situación fuera propicia, de destronar ancianos y niños y adueñarse de las mujeres. Para algunos antropólogos y sociólogos en estos núcleos de convivencia era normal el infanticidio y la expulsión del núcleo familiar de los enfermos que no podían trabajar.

Pero estos núcleos no se formaban exclusivamente para satisfacer las necesidades de sexo y procreación, aunque resulte evidente que, al igual que en los irracionales, el sexo es el fin primordial del apareamiento – la libido no es sino una socaliña más de la “esencia vital” (l'elán vital) para garantizar su propia continuidad en la biosfera – la procreación viene a continuación pero, como decía, no fueron los únicos objetivos. Manteniendo el parangón con los brutos la ayuda mutua jugaba un papel nada despreciable. Estoy seguro de abrir polémica al afirmar que la invención del machismo no fue cosa del humano, sino de la que se conoce vulgarmente como naturaleza y que yo he sintetizado en “esencia vital”, pero es mi propósito tener las manos libres para volar con mi imaginación sustentándome en las alas de mi propia experiencia vital para avalar que mi intención no es polemista así como que mi opinión no es peregrina solo que sí tal vez insólita, en modo alguno insolente. Trataré de explicarlo.

He presentado la ayuda mutua como una de las raíces de la creación de núcleos de convivencia insistiendo en el hecho de que este beneficio ya era buscado por otras especies de bestias, principalmente mamíferas, taxón de los cordados en que es la hembra la única que, durante los primeros meses o incluso años, tiene la posibilidad de alimentar las crías lo que la obliga a mantenerse casi todo el tiempo junto a ellas asumiendo así su labor de cuidadora. El macho, si desea que su progenie prospere, tiene que preservarlos de las amenazas exteriores y en muchos casos suministrar el alimento para ambos padres con lo que adquiere su cometido de protector y proveedor. ¿Acaso no están aquí latentes los roles futuros del hombre y la mujer en un contexto que nadie dudaría hoy en calificar de plenamente machista? Más aún. Si exceptuamos la partenogénesis y algún otro método de reproducción vegetativa y por esporas, la inmensa mayoría de las especies animales y vegetales han proliferado por medio de la reproducción sexuada, a través de la fecundación del gameto femenino por el masculino.

Esta y no otra ha sido la causa de una de las grandes controversias en la especie homo sapiens, y no estoy hablando de machismo, sino de identificación sexual. Antonio Gala, en su obra literaria “Dedicado a Tobías” (Ed. Planeta, 1988), lanza una mirada esperanzada sobre el ser humano y torva sobre la sociedad: “Hubo un tiempo en que el ser humano... ...se puso de puntillas y creció. Por eso se llamó Renacimiento: porque renació el hombre... ... pero aquel hombre disponible y completo – matrimonio de la razón y de las fuerzas escondidas, sede del bien y el mal, investigador de la alquimia y la química, de la magia y la técnica, de la ciencia como arte y el arte como ciencia – no vivió mucho. Lo mató la política, fraccionando su mundo en naciones belicosas. Lo mató el pensamiento, empequeñecido por el racionalismo. Lo mató la ciencia mecanicista y desilusionada. Lo mató la religión, que ciñó el orbe a su mediocridad...”

Pues bien, es esa sociedad todavía inmadura la que mantiene una inexplicable actitud discriminatoria sobre las distintas condiciones sexuales. Como decía al principio si la ayuda mútua es el primer fundamento sociológico de los grupos de convivencia que luego han derivado en diversos conceptos de familia ¿porqué una familia tiene que estar constituida por individuos de distinto sexo? ¿Es que la ayuda mútua solo es posible en este caso? Es cierto que el hombre está “renaciendo de puntillas” porque el resto no lo deja crecer como un “hombre disponible y completo” hasta el punto de que para luchar por una “IGUALDAD REAL Y EFECTIVA” se hace necesario promover acciones que, bajo otra perspectiva social deberían ser innecesarias, como la del día del orgullo gay.

La homo-sexualidad, la hetero-sexualidad, la bi-sexualidad, la trans-sexualidad son disquisiciones que, lejos de combatir la discriminación, la remarcan al ponerle el “prefijo”. Todo es “sexualidad” todos somos “sexuales” y sus variantes deberían resultar socialmente indiferentes, neutras, indistintas; principalmente y quizá desde un arranque egoísta porque tal distinción ni beneficia al sujeto ni perjudica a los demás y mientras esta indiferencia no nos alcance a todos, incluidos los propios interesados, la humanidad no habrá descubierto su madurez social por mucho que haya logrado la científica o intelectual.

En la misma obra antes citada de Antonio Gala, afirma: Si a un hombre pueden considerarlo un deshecho los otros hombres, la Humanidad es un estercolero.

Joel Heraklión Silesio