EL ALMANAQUE

 
Corría el año 1947. Debía ser primavera ya que en mis recuerdos el día era agradable y soleado, aunque no caluroso, por lo que todavía no habría cumplido los cinco años que consumaría el último día de Virgo, justo cuando la canícula se despide. El año lo establezco porque en mi memoria, la escena en que aquel acontecimiento se desarrolla, la preside un calendario de color verde oliva, diseñado al estilo “art deco” en el que los días y las semanas del mes aparecían en tinta blanca. Me llamó la atención un especial adorno que, entre volutas y líneas rectas, envolvía los caracteres del año resaltados en negro y de mayor tamaño que el resto: 1947.
Aquella epacta aparece una y otra vez reavivada en casi todas las evocaciones de mi infancia. De siempre recuerdo la existencia en casa de mis padres de calendarios de considerable tamaño, colgados de la pared, cuyas finas doce hojas de papel cebolla, que contenían cada uno de los doce meses, pendían de una cartulina más consistente en la que aparecía la publicidad. Cada mes alguien, nunca he sabido quién, iba desprendiendo la hoja caducada. Aún así, de esos almanaques apenas recuerdo detalle alguno salvo del de aquel año cuya particularidad, además del color verde oscuro del papel, consistía en que todas sus hojas eran más recias, cada una contenía dos meses, todas estaban encuadernadas entre sí – no pendían de una carátula publicitaria común – y cuando era desprendida dejaba a la vista la totalidad de la siguiente presentando un aspecto nuevo y diferente.
Quizá fue esta peculiaridad tan específica, que lo distinguía de todos los de la época, lo que hace que su imagen permanezca tan limpia en mi memoria. Hay muchos acontecimientos de mi infancia que se reavivan en el recuerdo como si alguien los hubiera grabado en un especial soporte neuronal que, cada vez que es activado por algún acontecimiento que lo evoca, se reproduce en mi interior como si de una grabación en vídeo se tratara. Esta visión es una de ellas.
Vivíamos mis padres y yo, aún no había nacido mi único hermano, en la puerta seis del piso principal – entonces las casas tenían entresuelo y principal de manera que el primero era en realidad la tercera planta –  de un antiguo edificio de la entonces llamada Avenida de José Antonio, nombre que le fue impuesto tras la victoria del ejército de Franco sin que me haya sido dada a conocer su anterior denominación.
Mis padres habían alquilado aquella vivienda cuando se casaron, en 1940, pocos meses después de acabar la guerra civil española. Papá había participado en la contienda en Cartagena como marinero en un buque de guerra del ejercito republicano. Que yo recuerde nunca tuvo una ideología política específica y hasta que murió, poco antes de cumplir los noventa años, jamás mantuvo conmigo ni con mi hermano una conversación al respecto, por lo que dudo que fueran sus convicciones las que le alinearon en aquel bando. Resulta menos aventurado pensar que, como Valencia se mantuvo desde el inicio del conflicto en la zona republicana, fue movilizado por su edad y enrolado en la marina, según decía mi madre, “por sus excepcionales dotes como nadador” ¡Como si ante aquella confrontación bélica esta cualidad fuera relevante!
La vivienda era antigua, de techos altos y gruesas puertas de madera recubiertas de una espesa y vetusta pintura que ya no se sabía si era gris, amarilla o marfil aunque lo más probable es que, en su día, fuese blanca. Desde el amplio pasillo-recibidor se accedía a la cocina, al comedor, al baño, a un cuarto trastero y a dos de las habitaciones. Cruzando el comedor se llegaba a una galería transversal acristalada – en la que mi madre tenía el taller de modistería – y a otra de las habitaciones, entonces ocupada por el servicio. Los otros dos recintos situados en el pasillo bordeaban el dormitorio de mis padres, que solamente era accesible a través de cualquiera de ellos. Desde el dormitorio principal así como desde una de las salas se podía salir al gran balcón corrido con barandal de forja, común a ambos recintos, que daba a la fachada principal del edificio.
Yo estaba ensimismado al haber quedado cautivado mi interés por aquel almanaque colgado en una de las paredes lisas del amplio pasillo: la que servía de frontera con el comedor.
Dada mi altura me había posicio­nado a escasos centímetros del muro intentan­do lograr la máxima aproxi mación cuando, de improviso, mi madre salió del taller de costura para dirigirse a una de las salitas y me sorprendió en aquella actitud. Me sentí cohibido, como descubierto en algo que sólo yo debía saber, algo que era mi secreto y furtivamente bajé la vista desviándola del calendario y quedé mirando un tramo de tabique totalmente vacío.

-          ¿Qué has hecho nene? – me preguntó mamá.

Tuve que pensar rápido, en realidad yo no había hecho ninguna maldad pero no quería que se supiera que estaba admirando el almanaque ¡vaya tontería! ¿Qué iba a pensar de mí? Así que dije lo primero que se me ocurrió si bien el argumento de excusa, mejor dicho, de inculpación nunca lo he vuelto a recordar aunque mucho me temo que debió ser tan burdo e inocente que ni siquiera hubiera merecido castigo alguno. La verdad es que mamá se convenció de que yo mismo me había castigado de cara a la pared, método habitual utilizado por ella, y al ver mi capacidad de autodisciplina se mostró de lo más magnánima levantándome el castigo.
Mi timidez, junto a un complejo de culpabilidad que desde la infancia y durante muchos años ha permanecido en mí, me llevaron a ser antes un convicto de aleatoria travesura infantil que un sencillo admirador de un estilo artístico cuyo nombre desconocía pero cuya originalidad me cautivaba: el “art deco”.
Empero aquellos antecedentes penales, lejos de constituir un agravante en mi historial, solamente sirvieron para que mamá presumiera constantemente ante la familia y las amistades de tener un hijo tan disciplinado que cuando hacía alguna maldad, él solo se castigaba poniéndose de cara a la pared.

-          Así que cada vez que lo encuentro en el pasillo de cara a la pared, sólo tengo que preguntarle qué ha hecho y levantarle el castigo – repetía a cualquiera que quisiera escucharle.

Lo que tan sólo fue un incidente casual en el que, para disimular lo que no sabía explicar, me inculpé de algo que nunca debí expiar, se transformó en una historia tantas veces fabulada que perdió su condición de mentira fabulosa. Pero ese blasón marcó gran parte de mi infancia – y aún de mi juventud – y fue sin duda el germen de que mi madre me recreara en su imaginación como el niño que le hubiera gustado tener y no el que en realidad tenía. No es que yo haya sido especialmente díscolo y revoltoso, pero de ahí a ser capaz de castigarme a mí mismo por travesuras que nadie conocía va un largo camino. Cuanto más presumía mi madre de tener un niño bueno y bien educado más me sentía yo tremendamente avergonzado y afrentado, casi vilipendiado. A fuer de bueno me hacía tonto. Pero ¿quién iba a ser capaz de dejar al descubierto una maldad que todo el mundo ignora y además sancionarse por ello? Jamás me atreví a descubrir la verdad. Cuando mi madre abandonó este mundo lo hizo sin saber que su hijo mayor nunca fue tan sandio.