EL HUEVO PASADO POR AGUA



Durante tres generaciones, por rama paterna, la descendencia familiar se repitió de forma sistemática. Mi bisabuelo, cuyo nombre desconozco, tuvo dos hijos varones: Joel – mi abuelo – y Salvador. Mi abuelo engendró a su vez dos hijos, también varones: Joel – mi padre – y José. Ambos reiteraron el modelo de prole: Justo engendró dos hijos: Joel – yo mismo – y mi hermano Francisco, y nuestro tío Pepe mantuvo la estadística: José y Julio, (el tío Pepe quería mantener la "J" en las iniciales de los nombres a toda costa). A partir de esta progenie todo cambió, pero quizá eso lo cuente otro día. Ese brazo genealógico tenía sus orígenes en Alacuás, un poblado próximo a la capital, de hábitos muy rurales en el que mis abuelos poseían una casa familiar con un porche vallado con verja, planta baja y dos alturas y un corral con cuatro caquis con fachada a la antigua Carretera de Torrente y en una huerta del extrarradio, un campo de naranjas, muy ácidas, a las que en casa les llamábamos “vidriosas”.
Yo no conocí a mi abuela paterna que murió antes de que yo naciera, pero sí tuve ocasión de convivir con mi abuelo que venía los días laborables de meses alternos a comer a casa de cada uno de sus dos hijos, nunca supe dónde cenaba ni dónde pasaba los fines de semana, hoy supongo que en su casa de Alacuás – donde algunas lenguas aseguraban que tenía una amante – pero no deja de ser una especulación, si se quiere bastante probable y aún natural en su viudez, pero sin ningún indicio objetivo que lo pueda refrendar.
“Mamá siempre decía” que hasta que no murió mi abuelo ellos no “levantaron cabeza”. El era el dueño del negocio familiar que se suponía tenía que dar de comer a las tres familias. Si tenemos en cuenta que el abuelo Justo era ya a la sazón viudo y él sólo componía toda su unidad familiar, que comía cada día en casa de uno de sus hijos, mientras nuestro tío Pepe y nosotros constituíamos dos núcleos familiares de tres personas cada uno, en ocasiones cuatro cuando era el turno del padre, resulta poco complicado deducir en qué consistían las dificultades que para “levantar cabeza” encontraron ambas familias en vida de aquel. De hecho mi hermano, que nació cuando yo ya tenía seis años bien cumplidos, no fue engendrado mientras el abuelo Justo vivió.
Estábamos en plena postguerra, dura postguerra, época de restricciones eléctricas, cocinas a carbón – llamadas económicas – cartillas de racionamiento, meriendas de boniato al horno y remiendos en los codos de las chaquetas y en las rodilleras del pantalón, ¡ah! y el cupón regalo comercial que era el único sistema conocido de ahorro familiar. En numerosas tiendas, comercios y establecimientos con cada compra que efectuaba el cliente se le entregaba una serie de cupones engomados, del tamaño y apariencia de los sellos de correos, que luego nosotros pegábamos cuidadosamente en una cartilla suministrada al efecto. Cuanto mayor era el valor de la compra, mayor era el número de cupones regalados. Una vez completadas las cartillas, que te­nían múltiples hojas y costaba bastante reintegrar, las amas de casa acudían a unos almacenes ubicados en la calle de Játiva, frente a la plaza de toros, donde se canjeaban por otros artículos, generalmente de capricho, decorativos y de regalo que no eran necesarios, pero que eran gratis – o casi, porque nunca se tenía el número de cartillas necesario y aún había que abonar la diferencia – lo que no impedía que las colas y aglomeraciones ante los escaparates del Cupón Regalo Comercial fueran proverbiales entre los valencianos y las bromas sobre la inutilidad de muchos de los objetos conseguidos frecuentes entre amigos y familiares.
Mi madre contribuía al sustento familiar con su taller de modistería, donde llegó a tener trabajando a más de diez costureras y en la temporada de bodas y comuniones se acostaba a altas horas de la noche. Con su arte no sólo generaba ingresos sino también economías, porque mamá no era una modista corriente, era una artista con la tijera y la aguja. Tenía una clientela de considerable poder adquisitivo para aquel momento de la historia de España y sólo cuando decidió cerrar el taller – una vez mi hermano y yo acabamos los estudios – se dio cuenta que sus clientas hubieran estado dispuestas a que mantuviera el taller activo, aún a costa de una sensible elevación de sus tarifas, hoy se diría de su “caché”. En algunas de las fotos de entonces aparezco con un abrigo de paño de lana muy gruesa, cuya aspereza y lastre aún se reproduce en mis recuerdos. Lo confeccionó mamá a partir de un chaquetón retirado de mi abuelo materno, el abuelo Paco.
En aquel país de alpargata, que algunos describen en blanco y negro pero que en realidad era gris, muy gris, que carecía de color, un huevo pasado por agua me permitía casi a diario contrastar el blanco de su cáscara con el amarillo naranja de su yema. Me lo preparaba mamá con entrañable esmero y cuidado, hirviéndolo con los rezos justos para que no acabara duro, ni quedará crudo y me lo servía en aquellas hueveras de cerámica en forma de copa que ya no he vuelto a ver casi desde entonces, sobre un plato guarnecido de unas cuantas barritas de pan troceado, como si se tratara de patatas para freír. Y una cucharilla.
 De esta secuencia no puedo precisar el año, tan sólo sé que fue en vida de mi abuelo Justo, su provocador, que no su protagonista. La ceremonia se repetía cada día que tenía huevo para comer, lo que sucedía casi a diario y siempre a mediodía. Yo me sentaba sobre una trona de madera que hoy se adjetivaría de funcional, dado que era plegable y que podía convertirse en una silla infantil con mesa para juegos. Sobre la bandeja de aquella trona mi madre depositaba el huevo, el pan y la cucharilla. Yo golpeaba la parte alta de la cáscara hasta quebrarla y luego lo descascarillaba con cuidado hasta dejar la yema casi flotando sobre la clara, apta para ser atacada con las tiras de pan que introducía en él hasta untar la punta de amarillo.
En aquel preciso momento mi abuelo Joel, se levantaba de su asiento para dirigirse con mi padre a la oficina y al pasar por detrás de mí se inclinaba por encima de mi hombro para que le diera el beso de despedida. Yo giraba la cabeza para dárselo y en ese instante pasaba la mano contraría a mi alrededor y cogía el huevo, huevera incluida, y se lo escondía detrás de su espalda. Cuando yo volvía a mirar el huevo ya no estaba y, mientras me giraba hacia atrás buscándolo, él aprovechaba de nuevo mi giro para ponerlo en su sitio y estallaba en grandes carcajadas mientras yo quedaba estupefacto ante aquellas desapariciones que se repetían una y otra vez en cada ocasión que se despedía de mí, pero mi todavía inocente candidez me impedía adivinar el truco y sobre todo era incapaz de retener el incidente para el próximo día y evitar una nueva sorpresa. Siempre era objeto de la misma broma y en cada una mamá sonreía entre dientes, pero en su mirada denunciaba su irritación, la sonrisa era forzada y nunca llegué a saber si era por la decepción de no tener un hijo más perspicaz o por el disgusto del inmisericorde camelo que el abuelo le gastaba al nieto. ¿Acaso yo estaba bobito? ¿No cabría pensar que en mi cerebro en desarrollo no se concebía la posibilidad de que mi abuelo fuera capaz de chancearse de aquella manera de su propio nieto, una y otra vez?
Años más tarde, bastantes después de que hubo fallecido, supe por mi madre que entre ellos no había grandes sentimientos, pero entre unos y otros nació una leyenda negra sobre mí. Se me encasilló de una manera tremebunda y para mis primos, mis tíos y en general la familia de mi padre pasé a ser el bobo de la saga. Tal era así que años después seguía la mofa. Algunos domingos acudíamos a visitar a la familia de Alacuás y de allí nos trasladábamos al campo de naranjos a pasar la mañana, o el día, según las circunstancias. En una de esas ocasiones mis primos y yo íbamos provistos de los rifles de aire comprimido dispuestos a cazar pájaros. Los rifles nos los habían “dejado los Reyes” ese mismo año. Había sido un duro debate familiar. Cada vez que me llevaban a la feria mi divertimento favorito era el tiro al blanco y el número de aciertos era tan elevado que cuentan que los viandantes formaban montón a mi alrededor.
Mis tíos habían comprado un rifle a cada uno de sus hijos Pepín y Julio. Ambos sabían de siempre que “los reyes eran los papás”, tal como el suyo propio se había preocupado de fomentar para que el agradecimiento de los regalos no fuera equívoco. Entre los dos pronto me comunicaron la noticia. Mi padre, con una visión de la irremediable realidad que le caracterizó durante toda su vida, montó una estrategia para comprarme a mí otro rifle: mi habilidad con él en las ferias y mi afición al tiro al blanco, pero mi madre, antibelicista de pro, se había comprometido consigo misma, desde que acabó la guerra civil, a que a sus hijos jamás les compraría para sus juegos ni pistolas, ni revólveres, ni pasatiempos bélicos. Un rifle de aire comprimido que disparaba balines de plomo dista mucho de ser un juguete bélico, pero no dejaba de ser un arma que no alcanzaba a ser ni de caza. En todo caso no era susceptible de ser encasillado como juguete. Aquello desató un duro debate entre mis padres que acabó en victoria de papá, bajo la condición de comprarme un modelo más pequeño y de menor potencia.
Provisto de tan capitidisminuida arma resultaba improbable que yo pudiera aspirar a cazar algún pájaro en el huerto familiar. Mi primo Pepe, en cambio, pudo capturar una pieza. Nos acompañaba ese día el tío Rafael, su parentesco de cuarto o quinto grado era real, pero no recuerdo la línea de su procedencia. Era conductor profesional y trabajaba como chofer de los auto taxis de la flota familiar y ese día nos había llevado hasta el campo para pasar también el día con nosotros.

-          Joel, ven que hay un pájaro en aquella rama – me dijo el tío Rafael – trae el rifle y dispárale.
-          ¿Dónde está? – pregunté con cándida ilusión.
-          Ahí, en esa rama – me indicó señalándome una determinada.

En mi excitación yo buscaba el movimiento de un ave nerviosa saltando en el árbol pero ni siquiera el aire se movía. Tuvieron que acercarse hasta casi tocar el pájaro para que yo lo distinguiera y es que se trataba del cadáver del que había abatido mi primo momentos antes.

-          Pero ¡si ya está muerto! – afirmé con convicción.
-          No, no... dispárale... dispárale a ver si le das.

Mis primos observaban la escena entretenidos y aparentando que contenían la risa pero dejándola escapar a borbotones como el vapor del agua hirviendo que huye de una olla mal tapada. Era inaudito. Una vez más el bobo era objeto de la confabulación familiar para regodearse con su candidez y ni tan sólo el hecho de que hubiera descubierto la farsa con tanta facilidad pudo servir para restablecer algo de su maltrecha fama.