sábado, 18 de septiembre de 2010

ACERCA DE LA ESENCIA VITAL

Hemos establecido, mas allá de cualquier obsceno debate, que el feto entra en la vida – preste atención el lector a mi expresión: “entra en la vida” – con suficiente anterioridad al hecho puntual del nacimiento. Ya he dicho que a mí no me importa saber cuándo. No me interesa. Me es irrelevante. Ni siquiera la absurda y malintencionada distinción entre “embrión” y “feto” me altera lo más mínimo, no cambia mi convicción: ambos tienen vida, ambos están dentro del ciclo vital y por este camino vamos a llegar inevitablemente al momento mismo de la concepción. ¿Qué pasa con el espermatozoo? ¿Y con el óvulo? Para intentar su comprensión sería muy conveniente comenzar por el análisis etimológico de ambos morfemas. Espermatozoo o espermatozoide, procede del griego “sperma”, semilla y “–zoo”, vida animal, estamos pues ante una semilla de vida animal. La etimología de óvulo, sin embargo, es latina, no griega. Procede de ovŭlum, diminutivo de ovum, huevo. Sería algo así como huevecillo, también una vida en ciernes.

Pero espermatozoo y óvulo, ¿Son seres vivos? ¡Cuidado con las afirmaciones rotundas! Casi siempre suelen ser irreflexivas y en tanto que tales, erróneas (cuanto menos escoradas). Va a depender mucho de cual sea nuestro concepto de ser vivo y aquí pueden saltar astillas con grave riesgo de transformarse en metralla ideológica. Procuraré eludir el enfrentamiento. Echemos mano de la técnica, de la tecnología tal vez.

Todos hemos tenido la oportunidad de ver filmada con cámara microscópica la ”caza” en laboratorio de un espermatozoide para “inyectarlo” manualmente en un óvulo previamente seleccionado.

Todos hemos podido observar, gracias a esta avanzada tecnología, cómo un espermatozoide se mueve y avanza “nadando”, cual diminuto renacuajo, en el agua del amnios. En cuanto al óvulo, por su parte, sabemos y nos consta con irrefutable veracidad, que escapa del ovario y se instala pacientemente en la trompa, esperando la llegada de aquél para, finalmente, ubicarse en el útero. En otras palabras, realizan actos de traslación, de movimiento, de posicionamiento estratégico: ¿voluntarios? ¡más espinosa cuestión todavía! De momento no me voy a pronunciar respecto a su voluntariedad o no – quizá más adelante – lo único que tal vez nos ponga en este punto a todos de acuerdo es que tales movimientos son “autónomos”, los realizan por sí, sin ninguna intervención de sus portadores. En lo que la ciencia biológica coincide es en el hecho de definir a ambos como “gametos”, el espermatozoide es el gameto masculino y el óvulo el femenino, y con ello pretende dejar resuelta la cuestión, solo que creo sinceramente que no lo consigue.

Vayamos pues construyendo puntos de partida.

Podemos convenir que los gametos no son seres vivos. Hasta el presente estado de las cosas ambos son necesarios para dar lugar a un nuevo “ser vivo” y ello mientras mantengamos la convención de que ser vivo es aquel que goza de la facultad de crecer, desarrollarse, reproducirse y fenecer de forma autónoma. A partir de ahora me gustaría ya extender el concepto de ser vivo a toda forma de vida que nuestro conocimiento alcanza, ya sea animal, vegetal, megalómana o microscópica. Traslademos pues la cuestión al mundo vegetal, también éstos, las plantas y los árboles, son seres vivos, nadie lo duda, con muy diversas formas de reproducción como en el mundo animal. Pero todos precisan hoy por hoy – insisto – de la participación de ambos gametos. Ni que decir tiene que las incipientes técnicas en torno a las células madre y a la clonación pueden poner en entredicho – es más, ponen de hecho en entredicho – las más firmes convicciones tradicionales, pero tales cambios son, desde mi punto de vista, tan solo alternativas que la ciencia y la investigación va abriendo en torno al concepto radical de vida, la “esencia vital”. Ya se verá más adelante cómo estas pretendidas revoluciones científicas no afectan al fondo de mis planteamientos.

Hemos convenido pues que los gametos – y lo afirmo sin reservas – no son seres vivos, al menos en lo que al concepto tradicional de “ser vivo” concierne. Pero ¿Son sistemas vivos? ¿Son portadores de vida? Esa es otra cuestión y no baladí. Al menos la respuesta afirmativa a la segunda de las preguntas parece inevitable: son indefectiblemente portadores de vida. Entrambos se produce el inconmensurable acontecimiento de la entrada de un nuevo ser en la vida, ese preciso instante en que el óvulo fecundado – haciéndolo también de forma autónoma – comienza a multiplicar sus células: el “in_vita”. La radical diferencia la hallamos evidentemente en el hecho concreto de la multiplicación celular, técnicamente denominada “mitosis”, facultad de la que carecen ambos gametos en su estado previo y que se inicia a partir de su configuración como cigoto. No parece pues desaforado concluir que los gametos aunque no son “seres vivos” sí son “portadores de vida”. Y me inte­resa mucho incidir en este más que matiz. Se puede ser portador de vida, sin ser propiamente un ser vivo, lo que resulta mucho más inconcebible es que un ser vivo no sea portador de vida. La vida, la “esencia vital”, esa manifestación de energía (¿) que es capaz de fundir en una sola tanto la química orgánica como la inorgánica apropiándose de ambas para desarrollarse en múltiples formas, es algo previo y diferente al propio ser vivo, existe antes que él y éste la propagará si consigue su propia reproducción. Es desde esta perspectiva que deseo mantener la convicción ya anunciada de que la diatriba sobre la pretendida distinción “científica” entre cigoto, embrión y feto, no es más que un argumento puramente ideológico, artificioso, casi artero, para poder construir sobre ella teorías sociopolíticas al uso que resulta innecesario nombrar. Por ello afirmo sin reservas y constituye la síntesis de este compendio que el discurso sobre cuándo comienza la vida de un individuo es un debate tautológico, irrelevante, innecesario e incluso obsceno.

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