sábado, 18 de septiembre de 2010

EN TORNO A LA “EXISTENCIA”

Respetar la vida y no temer la muerte son los recintos mentales en los que puede reposar la más elevada tesis del intelecto.


Decía Ortega y Gasset([1]) que el nacimiento y la muerte son los dos únicos acontecimientos de la propia vida sobre los que nuestra voluntad no tiene capacidad alguna de influir. La ciencia actual introduciría muchos matices a tan rotunda afirmación, pero Ortega no hablaba en términos científicos sino filosóficos y es en este sentido en el que la máxima mantiene toda su vigencia. Cierto es que la medicina actual le reconoce hoy al feto, en líneas generales, una cierta voluntad de nacer para que el parto sea posible. Y al filósofo no se le escaparía la potencialidad humana para el suicidio concebido en su forma más radical o traumática como el disparo en la sien o, en su manifestación más liviana y pasiva, como el abandono voluntario de la supervivencia mediante la inanición. No me cabe la menor duda de que utilizó los términos nacer y morir para emboscar en ellos unos conceptos mucho más profundos y minuciosos que el mero hecho del parto y del suicidio. Tenía otra perspectiva.

Sobre la vida, como sobre un paisaje o sobre cualquier otro acontecimiento, se pueden tener diversas perspectivas. Ayer mismo enfocaba con el menor de mis hijos algunos distintos puntos de vista sobre el riesgo de morir. Es un deportista nato, se está preparando para ser un técnico y trabajar de modo profesional en ese mundo y regresaba de realizar unas prácticas de piragüismo y rappel. Antes de iniciar los ejercicios el responsable de la organización había preparado un contrato de seguro de responsabilidad civil exclusivamente para cubrir los riesgos de accidentes con los que iban a participar en ellos. Mi hijo me explicaba que de todas formas se habían tomado todas las precauciones y establecido todas las garantías, comprobando el perfecto funcionamiento de los arneses, el adecuado estado de las amarras y sin embargo se había contratado un seguro de accidentes. Si verdaderamente se han tomado toda clase de precauciones y todas las garantías era innecesario el seguro y si no se han tomado las debidas medidas de seguridad el seguro no cubriría los riesgos por lo que no sería razonable contratarlo. En cualquiera de ambos casos, desde un punto de vista de la exclusiva racionalidad, desde la lógica en su sentido más filosófico, parece que bastaría con tomar todas las cautelas ¿a qué el uso, quizá obligación, de contratar una cobertura? El concepto de vida está sobrevalorado en la civilización occidental de mas acá del siglo XX. La vida no tiene precio, pero no por que sea tan sumamente apreciada que su valor resulte incalculable, sino por todo lo contrario, no es un bien evaluable si tal evaluación tratamos de hacerla en moneda de curso legal, la vida tan solo es evaluable en términos de fenómeno de la naturaleza y es desde esta óptica que afirmo que no tiene precio.

Entremos pues en materia.

“Nacemos” en un momento ya avanzado de nuestra propia vida, tras, más o menos, nueve meses de gestación. No voy a entrar en la tautológica altercación sobre cuándo se inicia la vida de un ser humano ¿qué más da? A mí tal controversia me parece totalmente irrelevante y el hecho mismo de entrar en ella, vergonzante. Y éste es quizá el “letmotif” de este escrito, destapar el frasco de las esencias, la caja de Pandora sobre lo superficial, mezquino y siempre ideologizado debate alrededor de la vida o la muerte de un ser o individuo en particular.

Lo único importante es que el feto está vivo ya antes de su nacimiento. Analizando la concatenación de acontecimientos del parto en sí mismo, si la voluntad del “nasciturus” juega el papel que le corresponde, a tenor de las opiniones de la ciencia moderna, resulta evidente que no era este hecho puntual el que contemplaba Ortega cuando expresó su aforismo. En el alumbramiento – dar a luz no solo es el término más delicado o exquisito sino quizá el más preciso y exacto – en él parece que el propio feto participa en la labor de abrirse camino hacia la luz, por ello cuando el pensador habló de “nacimiento” se refirió sin duda al hecho de “entrar en la vida”, a iniciar su ciclo vital, lo que yo doy en llamar la “in_vita”, cualquiera que fuera el momento en que esta entrada se produjera, muy anterior por supuesto al propio parto. Lo que parece ya incuestionable es que donde la voluntad del ser humano carece de opciones es en este entrar en la vida, en ese justo momento en que se inicia el ciclo vital, y no en el nacimiento o alumbramiento mismo.

Y ¿Qué decir de la muerte? El suicidio, aunque sea por inanición, por abandono depresivo del deseo de vivir, es también un acontecimiento muy anterior a la propia muerte. La ciencia médica ha introducido desesperantes y angustiosos matices al concepto de muerte: se habla de una muerte clínica, de una muerte cerebral y de una muerte certificada o jurídica. La única y autentica muerte es la expiración en el sentido más literal de la palabra, y a ella, estoy absolutamente seguro, aludió el insigne pensador cuando afirmó que era el otro hecho de nuestra propia vida sobre el que carecíamos totalmente de capacidad de influencia. El hecho mismo de la expiración está más halla del alcance de nuestra voluntad, podríamos propiciarla, crear las circunstancias para que ésta sobreviniera, pero la expiración en sí como fenómeno biológico considerado por unos como momento en que se disocia el espíritu del cuerpo, y por otros como aquel en que expelemos el último hálito de vida, en el que nuestro organismo deja absoluta y definitivamente de funcionar como un ser vivo y se transforma en materia inerte, ese puntual momento escapa por completo a nuestra participación activa. Precisaré esta afirmación: “la muerte es el otro hecho de nuestra vida sobre el que carecemos de capacidad de influencia”. Es necesario profundizar en este concepto para entender lo que pretendo decir. Resulta imprescindible asimilar que la muerte es “un hecho más de nuestra vida”, entender que forma parte de ella, que no es otra cosa que su propio fin, es lo que yo he dado en denominar la “ex_vita”, la salida de la vida. Sobre esta cuestión volveré quizá más adelante, cuando haya tenido la oportunidad de describir y puntualizar aquellos hechos y resultados, extraídos del propio avance científico, que me han llevado a tales conclusiones.

No hay que perder de vista que las afirmaciones de Ortega, a las que aludo en el presente escrito, fueron manifestadas hace aproximadamente un siglo y la información científica de la que disponemos hoy obligaría a matizarlas y quizá aún a extenderlas; para mí es sin duda concluyente que en el inicio de su vida, en el “in_vita” y en su salida, en el “ex_vita” el propio individuo no tiene capacidad alguna de influir. Es sobre estas dos premisas de lo ineluctable del nacimiento y la muerte que Ortega construye la teoría de que sólo en lo sucedido a cada uno de nosotros entre aquél y ésta, nuestra voluntad participaba, o podía participar, con más o menos intensidad. Nosotros influimos en todo nuestro acontecer a la vez que éste influye en cada uno de nosotros. Este es el principio de su definitiva afirmación: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Hoy conocemos muchos más datos y por ello, matizando a Ortega (lo digo con la máxima humildad) cabría decir que “es sobre el hecho mismo de nuestra existencia sobre el que nada podemos hacer”, porqué existimos y porqué dejamos de existir escapa a nuestro intelecto y amplifica al máximo nuestra capacidad de asombro. Es cierto que en los acontecimientos que se producen “dentro” de nuestra existencia gozamos de una determinada capacidad de maniobra, podemos retardar unos, adelantar otros, cambiar algunos y provocar bastantes. A su vez todo aquello que nos circunda intervendrá de una u otra manera en nuestra propia personalidad, pero tendrá lugar dentro de nuestra “existencia” siempre entre los dos límites temporales del “in_vita” y el “ex_vita”, en nuestro flujo de vida, en el fluir de nuestra propia vida, en nuestra “biorrea”.



([1]) José Ortega y Gasset (1883-1955) filósofo español (n. en Madrid) introductor del perspectivismo: teoría del conocimiento según la cual no hay un punto de vista absoluto sobre la realidad, sino diversas perspectivas complementarias, y el raciovitalismo: consistente en considerar la vida como la «realidad radical», como la instancia a la que se subordinan todas las demás realidades, incluida la razón.

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